En la actualidad, la arquitectura ya no se limita a la mera creación de espacios funcionales o estéticamente impactantes. La salud de las personas que habitan esos espacios se está situando en el centro de cada proyecto. Este desafío, que a menudo pasa desapercibido, implica un análisis profundo sobre cómo el diseño y los materiales influyen en nuestro bienestar físico y mental, y cómo, desde la cadena de valor, se puede responder con soluciones responsables y efectivas.

Los materiales que elegimos para construir no solo condicionan la resistencia o el coste, sino también la calidad del aire que respiramos, un factor determinante en enfermedades respiratorias y alergias. Los compuestos orgánicos volátiles (COV), presentes en ciertos acabados y adhesivos, pueden ser silenciosos agresores en el interior de los edificios. Frente a esto, la incorporación de materiales naturales, reciclados y libres de tóxicos no solo responde a una demanda ambiental, sino que genera entornos saludables que contribuyen a la productividad y al confort emocional.

Además, el diseño arquitectónico es una poderosa herramienta para mejorar la salud. Aspectos como la iluminación natural, la ventilación, la acústica y la conexión visual con el entorno exterior tienen un impacto directo en la calidad de vida de los usuarios. Estos elementos pueden disminuir el estrés, aumentar la concentración y favorecer un descanso reparador, transformando así el edificio en un agente activo del bienestar.

Este enfoque integrador obliga a arquitectos, ingenieros, constructores y fabricantes a repensar sus procesos y materiales. El futuro de la edificación pasa por construir no solo para durar, sino para cuidar y proteger a las personas. La salud debe ser el eje que guíe la innovación y la selección en el sector, porque no hay arquitectura verdaderamente sostenible si no contempla el bienestar integral de quienes habitan los espacios.